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El realizador, productor, director de fotografía y guionista turco nos propone una película que emociona con los mínimos elementos. Ceylan se recrea en los momentos de soledad y reflexión de los personajes y no parece muy interesado en recurrir a los diálogos si estos no son estrictamente necesarios. De esta manera, su cine se hermana en cierta manera con el de Bresson, Kaurismaki o Antonioni, donde los silencios son incluso más importantes que las palabras. Con un tempo lento y reposado, Ceylan nos muestra la terrible soledad de los dos protagonistas. En este aspecto son especialmente hermosas las secuencias en las que vemos pasear a un meditabundo Mahmut. Hacía mucho tiempo que no se veía en el cine una plasmación tan hermosa del aislamiento interior. Gran parte de la efectividad del filme recae en las sabias y austeras actuaciones de Muzaffer Özdemir y Mehmet Emin Toprak, premiadas ambas con el Premio a la Mejor Interpretación del Festival de Cannes. Sus naturalistas y nada histriónicas encarnaciones permiten que el espectador se identifique con unos personajes que parecen más protagonistas de un documental que de una película de ficción. La austera dirección y los comedidos
trabajos de sus actores son los ingredientes que Ceylan utiliza para reflejar
la terrible incomunicación que existe entre los protagonistas del filme.
Estos dos personajes, contrapuestos y obligados a compartir piso, parecen
vivir inmersos en su propio mundo frente a una sociedad que ha cortado
de raíz sus sueños y esperanzas. En resumen , Mahmut y Yusuf se aíslan
para hacer frente a un entorno hostil que les ha llevado a la infelicidad.
De esta manera, Ceylan nos habla de la soledad en el mundo de hoy. Un
problema que esta dura y bella película consigue retratar con precisión.
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