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Nada sabemos aquí de Nuri Bilge Ceylan, y poco sabíamos
hasta que, hará dos años, pasó en Cannes su película anterior, la estremecedora
Mayis sikintisi (Nubes de mayo), aquí aún inédita. Y, sin embargo, su
descubrimiento resulta uno de los más apasionantes del cine de los últimos
años. Con un tempo pausado, sin utilizar música, con actores que huyen
como de la peste de lo que tradicionalmente llamaríamos una gran interpretación,
sin dejar por ello de resultar espléndidos en su contención, y con anécdotas
mínimas (aquí, solo aparentemente, los desencuentros entre un fotógrafo
cosmopolita y un pariente que viene a la capital, desde su lejano pueblo,
en busca de trabajo), Ceylan se detiene, como Kiarostami, como ese mismo
Andrei Tarkovski a quien se rinde tributo explícito en la película, a
captar los más leves matices del paso del tiempo, las leves oscilaciones
en el carácter de sus personajes, los íntimos conflictos, algunos banales,
otros de una gravedad sobrecogedora, que les marcan la vida. El resultado
es una película pausada y honda, de una restallante hermosura (su fotografía
es sencillamente impresionante), pero también de una humanidad sobrecogedora,
un recordatorio de que el cine, para nuestra fortuna, todavía esconde
inmensos tesoros por conocer.
Para cinéfilos interesados en (grandes)
descubrimientos.
Lo mejor: la extraordinaria belleza
plástica del film.
Lo peor:
que hayamos tenido que esperar hasta su cuarta película para conocer a
Ceylan.
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